El Trichocereus pachanoii, mirando el pasado desde el futuro
Por Alejandro Camino Diez-Canseco
Antropólogo peruano y Director del Museo de Plantas Sagradas, Mágicas y Medicinales. Fue director de Publicaciones del Centro Amazónico de Antropología, CAAAP, Lima (1979-83); Jefe de Investigaciones Antropológicas del Instituto Indigenista Interamericano, México (1984-88); Director de la Fundación Peruana pare la Conservación de la Naturaleza (1988-91); Profesor Asociado de la P. Universidad Católica del Perú (1972-1992) y visitante en diversas universidades Latinoamericanas, de Norteamérica, Europe y Asia. Cuenta con diversos artículos publicados en varios países referidos a sus áreas de especialidad: Ecología humana y uso tradicional de recursos naturales, etnobotánica, desarrollo rural, antropología visual, con énfasis en las regiones andina y amazónica. Actualmente se desempeña como consultor independiente.
Esculturas y fotos: Marcia de Bernardo
Artículo publicado en la revista
DESARROLLO, TURISMO Y CULTURA DESDE LA PERIPHERIA
Edición Junio 2005
Huaraz, Perú
«wachuma qaway»
Estamos entroncados, ligados, vinculados genéticamente a las más diversas formas de vida con las que nuestra especie interactuó íntimamente durante unos 50 mil años de su existencia. Nuestro actual distanciamiento del ambiente natural que nos rodea es preludio de transformación o muerte.
A lo largo de nuestra larga prehistoria lítica e historia escrita nuestra curiosidad e inteligencia nos llevó a descubrir que dentro del vasto mundo de las especies vegetales y animales, algunas se nos revelaban plenas de aquel rasgo único que las convertía en sagradas, en vehículos comunicantes para acceder a otras realidades paralelas o transversales, algunas con numerosos efectos causales sobre nuestro propio mundo cotidiano.
Un mundo concebido como si tan sólo estuviese constituido de un solo espacio de vida, pero intensamente atravesado por dinámicas inimaginables venidas de otras dimensiones. En otros estados de conciencia se accede a aquellas virtudes multidimensionales que nos permiten penetrar en las muchas veces relatada historia, entre tantas otras, de los delfines rosados del Amazonas que en noches de luna llena salen de los ríos para capturar a desprevenidas doncellas, las que son secuestradas por el “bufeo colorado” y llevadas a otros mundos, escondidos en lo más hondo del río, y que el hombre desconoce. Y que limitado al mundo de sus teorías antropocéntricas y a la cotidianeidad del vivir para sobrevivir, ese hombre que deambula nunca descubrirá la potencia de los hechizos, la fuerza de las más grandes tormentas sobre el corazón humano.
Y también está el caso del jaguar, aquel cuya mirada lo caracteriza, mostrando en sus pupilas insondables el poder de poder poseer. Este otorongo de piel mimetizada por luces y sombras, se posesiona sobre ciertos sujetos que se saben descendientes milenarios del bosque: chamanes que atraviesan de un mundo a otro, manipulando fuerzas y poderes de la más variada naturaleza.
Aquellos que llegan a vivir las experiencias más diversas, encaminados por los senderos que abren ciertas plantas, no se sienten superiores. Más bien, sus espíritus están inmersos en el remolino incesante de la vida y la muerte, de la transformación continua reflejada en el tránsito de huevo a renacuajo y, de allí, a sapo, o el entendimiento inteligente que nos lleva a descubrir el poder del estiércol para hacer florecer la tierra.
Ninguna más rica en la exploración de los otros estados de conciencia y de realidades virtuales y hipernaturales que la Banisteriopsis caapi, la ayahuasca o soga de los espíritus, madre y maestra, escuchada desde aquellas épocas en que el hombre vivía con el bosque. ¡Qué tiempos aquellos! Plenos de laberintos más seductores que aquellos callejones sin salida que parecen los destinos nublados de una especie cuya inteligencia se cerró sobre sí misma. De aquella que no buscó los niveles de conciencia cósmica que el proceso de vida del más elemental liquen o musgo reflejan desde sus más remotos nanobios(1).
«amaru munay»
Y, está también, nuestro entronque con la piedra, el polvo, y el viento. Y de allí esa fascinación de nuestros ojos prehistóricos por esas rocas preciosas con las que se construyeron los templos y los oráculos más visitados en puntos singulares, encontrados cual hierofanías sobre la faz de esta tierra. El culto a la piedra es, y quizás lo vuelva a ser, la expresión más simbólica de una ética de inserción en la naturaleza, de una comunión con el poder que transforma las cosas, dinamizando el proceso de vida, muerte y transformación, llevándonos a sentir el temblor de la tierra bajo nuestros talones desnudos.
En Chavín de Huántar, el cactus San Pedro, wachuma o Trychocereus pachanoii, es el más visible ingreso al descubrimiento de otros estados de conciencia, proceso representado por la intensa presencia del cactus en toda la iconografía Chavín, escenificando su rol de vehículo sagrado y de puerta abierta al conocimiento revelado. Esta compleja y hoy incomprensible realidad, es, para un mundo enajenado de contemporaneidad, una propuesta quizás ya tardía, para adentrarse en otros rumbos más plenos, rebozantes de alternativas para el transcurrir de una existencia. Una dimensión más elemental, más cercana al suelo, y al viento que sopla sobre las montañas. Y no por ello limitada, como proclaman los filósofos del puro razonamiento, o como lo revelan, por ejemplo, los enjundiosos procesos de conocimiento y reconocimiento reflejados en las elaboradas y intrincadas mitologías nativas amazónicas. Una propuesta de transformación, una apertura al tránsito por otras dimensiones de la conciencia, en grado o sumo diversas e infinitas. Una propuesta entroncada también con el surgimiento de la física hiperdimensional, trayéndose abajo el edificio de las ciencias contemporáneas.
«cóndor»
Chavín pues, nos lega esa enseñanza. Perdida en el tiempo, pero no por ella ajena a la larga y entreverada existencia humana y los múltiples retos que se le presentan. Una enseñanza inaudita en tiempos achatados por el dogma antropocéntrico de la singularidad. Un dogma que también se derrumba llevándose consigo mares, bosques y desiertos, una voraz hambre consumista que nos llevará finalmente a comernos los talones.
Está claro que por el camino por el que la especie ha enrumbado, hay mil espejos cóncavos para asegurarse de no salirse de la mortal ruta trazada desde aquel día en que perdimos conciencia de lo que realmente somos. Y será quizás ese el secreto que encierran las siete puntas del cactus San Pedro, marcando los infinitos caminos y las múltiples dimensiones que le pueden estar abiertas a aquel primate narciso a punto de caer suicidado en un hondo pozo de espejos transparentes.
Hay, pues, que indagar en todos aquellos pensamientos de nuestra muy antigua filosofía, enseñanzas que se enseñorearon de estas tierras por miles de años; visiones y comprensiones que vivieron y compartieron cientos de pueblos, tribus y reinos. Quizás no sólo nos dejaron la papa y el choclo, la quinua y la alpaca, las danzas y el arte textil, y entre muchos otros legados, el respeto y reverencia a nuestros cerros. Hay pues muchos valores ancestrales allí para ser redescubiertos. Para una vasta e ignorante mayoría, la fe malentendida como extirpación de idolatrías, impregna sus conciencias en forma tan letal como lo pueden ser las más peligrosas drogas de la química contemporánea. La bandera negra de nuestra pseudo-ética científica arroja una sombra crecientemente densa. A no ser que la noche nunca sea más negra que antes del amanecer sobre las más altas cumbres de los Andes tropicales, cuando el San Pedro florece y la mama quilla, se despide.
(1) Nanobio: la expresión más simple y básica de formas de vida en nuestro y otros planetas, como lo han demostrado fragmentos de roca traídos del espacio
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– El Peyote: derecho histórico de los pueblos indios
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